domingo, 26 de septiembre de 2010
Superados ya, los primeros meses de incertidumbre en que todavía no sabes muy bien a qué avenirte, por fin, llegó ese mágico momento en el cual tenía ante mí a la poseedora de aquellos ojos del color de la oliva, más hermosa que nunca. Nos entregamos mutuamente el uno al otro. Me perdí en su cuerpo, y como si de un explorador se tratara recorrí y exploré cada rincón de aquel metro setenta y cinco de piel que se ofrecía ante mis maravillados ojos. Fue como si el tiempo se parara por un segundo y en el universo no hubiera nada más que ella. La curva de su cintura se me antojaba amenazante como un camino de exquisita tentación sin retorno. De este modo, delicadamente y como si fuese una frágil muñeca de porcelana a punto de partirse con el menor de los tropiezos, le hice el amor por primera vez bajo la tenue y etérea luz de la luna que se nos filtraba por el ventanal, iluminando sutilmente nuestros cuerpos desnudos que se encontraban por primera vez, sedientos y voraces de pasión y lujuria. Hasta acabar y perdernos en los ojos del otro, y como si de una película se tratara ver a través de su retina todo aquello que se le pasaba por la mente. Era como un libro abierto que se me brindaba a la espera de que yo lo leyera. En aquel instante, ningún misterio me era escondido, era como si lo supiera todo sobre aquella muchacha de piel blanquecina y finamente aterciopelada. Curiosamente, todavía después del fantástico momento en que nuestros cuerpos se unieron, seguía con la sensación de que continuábamos siendo uno. No sé si a ella le ocurrió lo mismo, pero en mi caso, la distancia entre ambos no era más que una cuestión puramente física, ya que para mí habíamos pasado desde ese instante de ser entidades separadas a convertirnos en un mismo individuo con un mismo corazón que impulsaba la sangre que nos mantenía vivos y sobretodo unidos el uno con el otro.
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